Según
la escritora y periodista uruguaya,
aunque nacionalizada española, Carmen
Posadas, el pesimismo es un anatema en nuestros días y no sabe esta autora quien
fue el responsable de convertir al optimismo en nuestra nueva religión laica. Tampoco yo conozco a ciencia cierta quien ha sido el causante. Puede que sea alguno de estos sujetos que con sus prédicas nos exhorta a que alcancemos la felicidad por imposición. Lo que no tengo ni la menor
duda es que hoy en día el pesimismo
arrastra malísima reputación, lo mismo que resulta arduo obtener algún
beneficio del mismo. Estoy convencido de que nunca han de llegar a buen puerto
todos los proyectos personales que planeemos cuando
avistemos la perspectiva de la vida
desde una actitud negativa. Pero a veces
por un sin fin de circunstancias personales y sociales nos vemos en la tesitura de ver y juzgar las
cosas por el lado más desfavorable. Todo se debe en buena parte al desánimo
que se genera a consecuencia de nuestras
propias frustraciones y prejuicios. Una cosa de lo más habitual es que a menudo tratamos de guardar las
distancias con las personas pesimistas porque de alguna manera la filosofía
negativa de la vida es contagiosa. En mi opinión, para nada nos seduce estar
junto a una persona que se ve invadida
por historias trágicas o asuntos de
desamor, que dan pie a la angustia, el temor, el miedo, la muerte, etc. Es
evidente que este tipo de individuos acaban
desarrollando problemas de tipo social y por consiguiente, las personas que le
rodean terminan por cansarse o hastiarse de toda esa permanente negatividad con
que orienta su devenir existencial, razón por la cual salen pitando de su lado y lo dejan completamente sólo regodeándose en sus “cuitas tóxicas”. No es de extrañar que en esa traumática situación de soledad,
su pesimismo se haga irreversiblemente crónico.
Por otra parte, el desánimo en infinidad de ocasiones surge de manera
inevitable, debido a que no nos es suficiente con el esfuerzo ni con la
inteligencia para que nos salga bien todo cuanto tratamos de llevar a cabo. En este hecho juega un papel muy determinante
la realidad que uno vive y siente. Y es
que vivimos en un mundo que de costumbre trata de influirnos ánimos y nos vende propuestas maravillosas
donde hace que la vida nos resulte sublime. Puede que para levantar nuestro alicaído estado anímico sean
propuestas muy válidas y eficaces, pero me temo que éstas no son ciertas del todo. La existencia no deja de ser caprichosa y azarosa,
y la mayoría de veces se manifiesta bastante injusta. Quien está convencido de que es todo lo
contrario por vivir en un
permanente “cuento de hadas”, no hay duda de que tarde o temprano acabará
engrosando la lista de los infelices. Algo que no creo les vaya a ocurrir a quienes no esperan que a menudo
les sorprenda la vida gratamente para poder llevarse una alegría más al
cuerpo.
En
mi opinión, aceptar la realidad no tiene
porque convertirte en un pesimista. Resulta ésta una máxima que muchas personas
no lo entienden. No siempre se puede ser
un irredento optimista obviando la realidad, que a día de hoy tal como se
manifiesta crea desesperación. Como ya
he dicho, asumir lo que ocurre a nuestro alrededor, racionalizar las cosas y mirar objetivamente los hechos no tiene por
que tildarnos de pesimistas. ¿A caso la
situación social y económica a nivel global invita a que nos sintamos unos exacerbados
optimistas? A mi juicio más bien todo lo contrario. Da claras señales
de incentivar el pesimismo . Por otra parte, creo que resulta oportuno sacar a colación una frase que supongo la mayoría conoceréis y a la que es habitual darle un concepto versátil,
aunque intrínsecamente su significado
siempre se encamina hacia un mismo fin. La frase a la que me refiero es la siguiente: “Un
optimista es un pesimista mal informado”.
Resulta palmario que a la hora de enjuiciar o valorar su idea conceptual cada persona lo hará desde su particular punto de vista, con la subjetividad que este hecho conlleva. Quizá el optimista de
forma interesada no quiera enterarse de la realidad que vive y esta sea la razón del por qué su enfoque existencial está cargado de tanto
optimismo. Puede que así sea. Al final
cada persona trata de alcanzar los momentos de felicidad con los argumentos y las entelequias que tiene a mano o más le convenzan. Aunque, puestos a conjeturar, también podría darse el caso
contrario, de que un pesimista es un
optimista decepcionado de la realidad. Son muchas las suposiciones
y juicios de valor que al respecto se pueden hacer sobre esta máxima
lapidaria. No me cabe la menor duda de que todo cuanto se comente
o se haga un juicio de valor sobre este asunto tendrá su punto de acierto como también de equivocación, pero
el que acabe convertido en un axioma sus conclusión final,
estoy plenamente convencido de que nunca
va a ocurrir. Decía el ilustre
filosofo Arthur Schopenhauer, un
irredento pesimista con sentido del humor, que “existe un error innato en la creencia de que hemos nacido para ser
felices y quien persevere en esta idea tan absurda el mundo le parecerá injusto
y lleno de contradicciones””. ¿Quién
puede negarle el acierto y las sensatas reflexiones que escribe a este gran pesador alemán, si la mayoría de
sus frases sientan cátedra? Yo desde luego que no seré el que se lo niegue. Es
más, me reafirmo categóricamente en el enunciado de esta frase, cuya dicción final me parece auténtico caldo de cultivo
para el pesimismo. Queda claro, que no debiéramos
esperar mucho de la felicidad, ni tampoco dejarnos guiar
psicológicamente por un exacerbado optimismo, para no ser un sempiterno
infeliz.. Como un desiderátum se muestras la mayoría de veces lograr la felicidad, en
estos tiempos con notoria tendencia a ese
nihilismo existencial que hace
creernos, equívocos o no, que somos muy
desdichados mientras que el resto
de la humanidad vive feliz en su particular mundo de jauja.